jueves, 9 de enero de 2025

PERRO MUERTO

 

Despierto. Falta poco para el mediodía, y aun cargo el sueño de toda una vida acumulado en las pestañas. Dormir poco ya no es como antes. Ahora me hace pésimo, amanezco mal. Me queda pesando sobre los hombros todo el día, casi tanto como pesa la edad, o la culpa. Hace mucho frío, y dentro de la habitación el hielo se respira punzante, convirtiendo cada inhalación en un acto profundo de valentía. Nada extraño, es agosto. Hace semanas que el sol no se asoma por estos lados, y no dejo de preguntarme ¿cuánto frío puede caber en los huesos? A los míos, al menos, parece que no mucho, cada vez sucumben más rápido. La lluvia se eterniza allá afuera, rabiosa, no da tregua. Las montañas permanecen secuestradas por lo espeso del diluvio. El verde de la pradera está opaco, completamente indefenso. Hay barro por todas partes, mezclado con el mierdal que han dejado los animales. 

        

Ya son tres—no… creo que son cuatro—los días corridos con este temporal. Un aguacero monstruoso, casi bíblico, que en cualquier momento podría mandar al suelo el tejado, mohoso y lleno de agujeros, que poco puede proteger a esta casucha vieja y cochina, con un hedor azumagado perpetuo, llena de ruidos y cosas extrañas. Los cimientos, carcomidos por el negro paso del tiempo, aguantan con lo justo las toneladas de amargura amontonada bajo los guardapolvos de esta choza, plantada en medio de la nada, a toda pampa, en pleno corazón de un potrero inmundo, en el que diluvia, prácticamente, el año entero. 

         

Nunca me gustó aquí. Desde pequeño que odié este lugar. Y lo odié aún más cuando las décadas me fueron añejando la piel—mientras intentaba de todo, obteniendo poco y nada—, hasta finalmente quedar varado en este punto minúsculo del universo, mirando la vida pasar.

        

Demoro los pasos hasta la cocina, pese a que necesito un mate con urgencia. La pasada de anoche por la picá del “Rojitas” se alargó más de la cuenta, me devolvió tarde, muy de madrugada. Llegué derechito a poner un rato en reposo mis huesos mareados, que cayeron como costal de papas sobre el colchón—cada noche más destartalado—y sus cobijas humedecidas. La tripa reclama a gruñidos por algo de comida. El hogareño y bienvenido calor de las brasas, más el olorcito a pan recalentado en el fogón, son la vida. La tetera, tiznada por el hollín de años, escupe vapor con rabia y fuerza volcánica, mientras el gato—un inmiscuido que llegó hace unas semanas y no se fue más—relame con delicadeza sus patas y cola, para luego acudir hasta su cara. Hay tazas, platos y cacerolas sucias de varios días en el lavadero. Un desastre por todas partes. Y entre todo ese mal paisaje, disuelto en una esquina de la mesa, al igual como afuera persiste intacto el aguacero, descubro la imagen sombría de mi padre. 

        

Sentado, inmóvil y silencioso. Perdido, mirando hacia la nada. Solo con sus pensamientos y sus monstruos. Con esa actitud de mierda de no querer estar. Las facciones cadavéricas, desprovisto de cualquier atisbo de vida; los ojos secos, transformados en dos prominentes huecos. Los labios sellados, pálidos, el cuero marchito y las venas, evidentes como deltas, derramadas hacia la desembocadura que es el dorso de sus manos. Manos pesadas, castigadoras; curtidas en la terquedad y aspereza de una vida innecesariamente larga. 

        

Lo miro por un rato. Me pierdo en sus rugosidades, y acabo tropezando con lo de siempre: esa misma puta cara agria, de rostro difuminado, que cada mañana pareciera decirme: "hoy sí que me mato". No entiendo por qué no lo ha hecho todavía. Se nota a leguas que no le interesa estar acá, que ya no quiere vivir. Que se abandonó. Él debió morir aquel día, no mi madre. Ella era tan luminosa. Pero, este ser repugnante que tengo al frente, está gris hace tantos años, que no soy capaz de recordar si alguna vez tuvo colores o algo parecido. Ya olvidé hace cuantos años que ni siquiera hablamos. Es como un mueble. Pasa todo el día sentado. Con suerte se levanta para ir a mear o a cagar, o a buscar otra botella. Está flaco, como perro enfermo, pero ya no me importa. No es mi problema. Si quiere secarse, allá él.  

        

Antes al menos, aun en días lluviosos como estos, igual salía a alimentar a los animales, los sacaba a pastar y los traía de vuelta por la tarde al establo. Ya ni eso hace. Se han muerto varios. Pero ¿qué puedo hacer yo? Tiene que asumir sus responsabilidades. Yo asumo las mías.  

        

Me da la idea de que algunas veces, se queda sin respirar a propósito, por largos minutos, como queriendo tentar a la muerte para que lo venga a buscar. Es tan cobarde el hijo de puta. ¿Por qué no se tira al río por último? Que se lo lleve la corriente y que aparezca muerto, a los días, bien lejos, a varios kilómetros de aquí, hecho mierda, todo hinchado, morado y rasgado. Que lo traigan en una caja de madera, y le hagan de una buena vez el espectáculo pomposo e hipócrita del velorio. Y que lo vengan a llorar sus hermanas, las dos que todavía le quedan vivas. Y que vengan todas esas viejas putas, con su tufo aguardientoso, esas con las que tanto gozaba gastarse la plata. Y que vengan también esos otros zánganos, los viejos asquerosos de la ferroviaria, para los que “trabajó”, y con los que se alcoholizó hasta más no poder. Que vengan todos, pero a mí no me huevéen. Que lo metan luego bajo tierra, así no vuelvo a saber nunca más nada de él. Pero no le da. No le da para colgarse, ni para tirarse a un precipicio. Ni para envenenarse con cloro o cortárselas a lo largo. Menos para meterse un balazo con la escopeta que tiene empolvándose en el granero. A veces me dan ganas de ayudarlo, pero no lo merece. ¿Por qué lo ayudaría, cuando se gastó la vida entera siendo un hueón gallina? Mejor que muera como vivió.  

        

Y es que no siempre es la sangre la que tira. Y eso me pasa. Siento un profundo asco hacia él. No soporto siquiera que respire. Hizo demasiado daño este infeliz. Lo hizo desde el momento cuando, a cambio de tres chauchas todas cagonas, optó por abrir su boca infame y proferir aquellas palabras incendiarias, con las que descalabró la vida de tantos. Lo hizo, cuando, aun sabiendo lo que significaban sus acciones, siguió adelante, sin importarle las consecuencias, en vez de morder su lengua y envenenar se. Y aún hoy, pasados tantos años, por el contrario, es su mutismo el que sigue causando dolor. Un dolor que solo crece, no se detiene; no sana. Eran sus compañeros, los del colegio y luego del trabajo, sus amigos, sus vecinos. Jugaban a la pelota desde niños, se reían y se emborrachaban juntos, fumaban, se enamoraban. Compartían y crecían en el día a día. 

        

El tiempo se agota, y con amargura veo que la vida no le cobra ni una sola. Ni una. ¿Cómo alguien así se las puede estar llevando tan “peladas”? ¿Cómo es posible que no se lo estén comiendo vivo los remordimientos? ¿Los tendrá? ¿Qué pensará? ¿Estará consciente de todo el mal que causó? ¿Entenderá en la estrechez de su mente que el silencio solo perpetúa el sufrimiento? ¿Sabrá que las manchas en su alma no las limpia el agua ni el jabón? ¿Tendrá un alma? ¿Cuántos más habrá como él, repartidos por ahí, esperando tranquilos en su comodidad a que la muerte los pase a buscar? ¿Conseguirán todos ellos, así como tantos otros ya lo hicieron, irse sin pagar?  

        

Es triste pero cierto. Ya son varios quienes se llevaron—y se seguirán llevando—secretos a la tumba. Sí, porque ellos, al menos, sí tendrán una tumba: los que ya se fueron y no pagaron; también los que seguirán yéndose, impunes, haciendo “perro muerto”.

 

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